1.Más allá de la colegiala caliente tragaleche.

Ahondar en el pasado cuando toca hablar de pornografía puede ser un recurso muy valioso. Basta echar un vistazo a la historia antigua para conocer que la representación sexual ha sido objeto de curiosidad y fascinación desde los inicios de la civilización.

Entre todas las definiciones posibles sobre la pornografía, me decanto por la de Peter Wagner, que la describe como una “presentación visual realista de cualquier forma de comportamiento genital o sexual que viola deliberadamente los tabúes sociales y morales existentes”. Simultáneamente, presta especial atención a la experiencia de la pornografía en el sujeto y a los tabúes que nos sacuden, con mayor o menor rubor.

Como observadores (o investigadores) aplicamos un marco de interpretación sobre aquello que vemos o analizamos. Deducimos el significado de aquello que está delante de nuestros ojos bajo unas reglas y un contexto socioeconómico, pero esto requiere de cierta prudencia, pues a menudo esos marcos interpretativos no están exentos de paradigmas sobre la decencia, el cuerpo, la moralidad o el erotismo.

 La cultura dominante impone sus propios filtros: ¿cómo captar el significado original? ¿El resultado de lo que vemos, de aquello que juzgamos, es inseparable de nuestra idiosincrasia? ¿Somos hombres y mujeres receptores pasivos de la oficialidad de los símbolos en los distintos contextos históricos?

Ante la hegemonía, ¿la resistencia estética funciona como una resistencia política? ¿Ética y estética, como defendía Wittgenstein, son uno? ¿Vemos solo aquello en lo que creemos? ¿O somos capaces de comprender y dejarnos seducir por una imagen independientemente de los valores de vida que nos identifican?

Lo sé: pocas personas se hacen estas preguntas cuando ven porno. Ni PornHub ni LustFilm invitan a ello. Nadie piensa en Foucault cuando se hace una paja. Puede que algún incauto evoque a Dios en el transcurso, pero son contenido ni fundamento, solo como parte de la descarga orgásmica:¡oh Dios, me corro!

Si de algo puedo presumir al respecto es que yo sí pensé, al menos una vez, no solo en Foucault sino también en Deleuze y Mill a propósito de la pornografía. Durante la carrera me convencí de que el porno constituía un gran desafío tanto para la filosofía como para el pensamiento feminista.

Son muchas las cuestiones de las que ahora discrepo o que matizaría cuando leo mis anotaciones, pero mantengo la clave de aquella primera inquietud: el porno posee una función social transgresora y no puede entenderse sin aprehender el arte.

Reconocer esto no solo me hizo pensar sobre la representación de la sexualidad de las mujeres, es decir, sobre supuestos sesgos sexistas y androcéntricos, la dialéctica entre objeto y sujeto, o el tratamiento histórico de las preferencias eróticas; sino también sobre el condicionamiento cultural al que es sometido el cuerpo en las distintas épocas y el peligro que suponía presentar las experiencias sexuales de las mujeres como una totalidad.

Entiendo la crítica que ciertos sectores hacen a la pornografía mainstream: posturas mecánicas, escenas lésbicas que solo consiguen excitar a un grupo de varones heterosexuales, estilismos horteras, abuso de planos que podríamos denominar ginecológicos, diálogos que más que excitar provocan un absoluto bochorno, actrices y actores que en lugar de gemir parece que rebuznan, sobreexposición de silicona y bellezas dionisíacas…Es lo que podríamos llamar una crítica de estilo.

Me cuesta imaginar una única solución. Dudo si el camino está en educar el gusto o en aceptar que siempre habrá individuos en el mundo con mal gusto. Si hay arte malo, ¿por qué habríamos de censurar el porno malo?

En cierto modo, la pornografía amateur, que recupera la cotidianidad, la figura de la vecinita, del tipo común o incluso con aspecto de freack, funciona como una alternativa a la estética mainstream. No obstante, es más que obvio que no siempre lo consigue.

Lo amateur apareció en la industria del porno como un contenido innovador, original y distinto a la artificialidad que ofrecían las grandes productoras. Sin embargo, no son pocos los contenidos que pese a venderse como tales traicionan su primigenia naturalidad.

De un tiempo a esta parte podemos observar cómo la tendencia de lo amateur por emular el lenguaje de la pornografía mainstream y la ambición del mainstream por no perder su reinado frente al porno amateur nos descubre una nueva categoría pornográfica: el reality porn.

El reality porn, que podríamos traducir como la pornografía de la realidad, es un tipo de pornografía profesional que trata de imitar el contenido pornográfico amateur: castings o entrevistas de trabajo falsas, fake taxi, etc. Si la industria se reinventó en las décadas de los ochenta y los noventa pasando de las revistas y de las cintas VHS a las videocámaras y plataformas digitales, parece que hoy lo hace adaptando el género a un nuevo estilo.

La pornografía lejos de agotarse, evoluciona. La visual le gana la partida a lo textual. El interés por los relatos eróticos parece pertenecer a una minoría. Las historias de sexo no tienen el poder que para nuestra sociedad posee hoy una imagen y, por tanto, no son objeto de la misma atención ni polémica.

De hecho, la lucha de ciertos sectores feministas contra la pornografía se ha centrado desde la década de los setenta hasta la actualidad en el soporte visual, no textual. ¿Quién se acuerda de Sade cuando MuyZorras.com ofrece porno gratis y una variedad de categorías? Esta actitud hacia la pornografía puede formularse de otra forma: abrir un volumen de Justine o los infortunios de la virtud no es tan ofensivo para las mujeres como teclear en Google “porno anal”. ¿Allí donde está la oferta, señala al enemigo?

Sade ya no es una amenaza. Al feminismo antipornografía le basta  con llamarle depravado y catalogar  su obra como misógina para creer que afean a una de las figuras más influyentes de la Revolución francesa. Simone de Beauvoir, debe de estar ojiplática, abochornada, revolviéndose en su tumba. No deja de ser curioso que las mismas que utilizan como eslogan ciertos fragmentos de su obra El segundo sexo como “no se nace mujer: se llega a serlo”. Olvidan que fue ella quien escribió sobre la singularidad e ingenio del escritor francés en ¿Hay que quemar  a Sade?

Antes de avanzar en mi razonamiento, quiero matizar que no debemos confundir los reproches de ciertos sectores feministas a la pornografía con las feministas antiporno. La crítica de estilo es propia del primer grupo mientras que lo que denomino crítica cultura pertenece a este último sector.

2.Los discursos feministas sobre el porno.

Bajo el nombre de las guerras feministas sobre el sexo (Feminist Sex Wars) se conoce a los acalorados debates que a propósito de la pornografía se sucedieron en el movimiento feminista durante los años setenta e EE.UU. La cruzada feminista contra la pornografía (Antiporno) así como la defensa feminista de la misma (Prosex) tiene por tanto una herencia.

En su pretensión por establecer las fuerzas estructurales del patriarcado en la sociedad, las feministas antiporno rechazaron cualquier otra función en la pornografía que no fuera la filmación de la violencia hacia la mujer, siendo la manifestación explícita desea violencia un supuesto abuso sexual y violación.

De modo que, para las feministas antiporno, las mujeres que participan en la pornografía serían meras víctimas engañadas, coaccionadas, obligadas; o, de no reconocerse en esa situación, simplemente mujeres alienadas en su opresión que habrían también que salvar. Así, el consentimiento de cualquier mujer que participara en la pornografía quedaría invalidado sin importar su voluntad y deseo.

Esta lógica es muy similar a la que utiliza el feminismo abolicionista contra la prostitución. De hecho, la identificación de la pornografía y la prostitución como violencia reside asimismo en una concepción específica sobre el sexo (es denigrante y opresivo para la mujer si se hace por dinero) y una idea compartida sobre el género (la victimización femenina frente a la idea de dominación masculina).

Cabe argumentar que el feminismo antiporno es inherente a una política sexual que bebe de las corrientes radical y cultural. Mientras que el feminismo radical colocaba el origen de la opresión femenina en la familia nuclear y animaba la idea de que la sexualidad de las mujeres debía manifestar y no contradecir su actitud política, el feminismo cultural iba un paso más allá.

Según Alice Echols, “la mítica aseveración de Robin Morgan (1960) sobre que “la pornografía es la teoría, la prostitución, la práctica” constituiría la mayor aportación del feminismo cultural a la política sexual. Al definir la pornografía como la prostitución filmada, la primera ya no podía concebirse como un producto cultural que permitiera a las mujeres explorar sus fantasías sexuales, sino solamente como un reducto más del patriarcado.

Las feministas culturales definen la sexualidad masculina y femenina como si fueran polos opuestos. La sexualidad masculina es compulsiva, irresponsable, orientada hacia lo genital y letal en potencia. La femenina es pasiva, difusa, orientada hacia lo persona y benigna. Los hombres ansían el poder y el orgasmo, mientras que las mujeres buscan la intimidad y la reciprocidad.

Dentro de la política sexual emanada del feminismo radical y cultural, la pornografía no tenía más consideración que ser otra muestra de la violencia contra las mujeres. Esta actitud que muchos pueden catalogar como erotófoba venía acompañada además de una exigencia: la transformación de la vida personal, de los deseos más íntimos.

De este modo, para ser coherentes con la lucha política, las mujeres debían deshacerse también de aquellas fantasías sexuales que fueran sospechosas de significados patriarcales.

Al rechazar la idea de que la fantasía es el depósito de nuestros sentimientos ambivalentes y conflictivos, tachándola de “dualismo mente- cuerpo de identificación masculina”, las feministas culturales han desarrollado un análisis altamente conductivista y mecanicista que aúna la fantasía con la realidad, y la pornografía con la violencia.

La alternativa se dirigía a la sensualidad, la ternura o la vuelta al amor romántico, idea que seducía a las feministas culturales, pero que continúan rechazando contundentemente las radicales”.

En lo que sí parecían estar de acuerdo más allá del rechazo hacia la pornografía era el sentimiento de hostilidad hacia los hombres. En este sentido, cabe analizar cómo la vara de medir no es ecuánime cuando ellos entran en la ecuación y deben purgar por sus fantasías sexuales. Así, mientras que las fantasías de las mujeres solo demostrarían la socialización patriarcal, las fantasías que reflejan prácticas masoquistas y sádicas se justifican en los varones como una evidencia de la dominación masculina, de su naturaleza.

Si bien el feminismo radical y el feminismo cultural presentan determinadas incompatibilidades teóricas, por ejemplo, el primero entiende la sexualidad como un ámbito donde conviven el placer y el peligro, mientras que el segundo cae en el esencialismo atribuyendo a las mujeres un rol pasivo, sensual, benigno y estrictamente conservador, hoy parecen converger no tanto en sus diferencias como en sus similitudes.

Me atrevería a decir que las feministas antipornografía de hoy son un híbrido entre ambas corrientes. Es difícil estimar hasta qué punto son conscientes de sus propias contradicciones teóricas y puede que aún sea mucho más complicado  explicar cómo concilian sus conflictos más espinosos: la heterofobia, los roles butch/ femme, el determinismo biológico, el activismo feminista de las mujeres transexuales o la subordinación de la sexualidad a la ideología.

Personalmente creo que fluctúan entre la suposición de que a las mujeres no les gusta el sexo de la misma manera ( ni frecuencia) que a los hombres, la creencia de que los gustos sexuales deben revelar un compromiso político, la presunción de que el porno es propaganda antifeminista y la convicción de que el material pornográfico contribuye a las violaciones.

3.Contra la retórica victimista sobre la pornografía.

No son pocas las mujeres que disfrutan de la pornografía. Lo hacen dentro de una sociedad y una cultura que tradicionalmente les negaban el placer sexual y les concedían un único rol: el reproductivo.

La pornografía no solo muestra a la mujer como un receptáculo del semen, como un objeto sexual pasivo o a modo de muñeca hinchable interactiva, asimismo crea una imagen de la mujer que da y recibe placer, donde el cuerpo deja de ser motivo de vergüenza o cuestionamiento moral para ser representado de manera poderosa, autónoma, libre. Cabría entender el porno como una posibilidad sexual donde a modo de ritual se erotiza aquello que había estado ausente e invisible: el poder sexual femenino.

Por otra parte, el derecho de las mujeres a alcanzar la plena autonomía sexual encuentra en la pornografía un itinerario alternativo a la censura y la queja continua. Curiosamente, es en plena guerra feminista contra la pornografía cuando aparece en EE.UU el fenómeno  del “porno para mujeres” y, más adelante, el del porno feminista. Se abría, así, un nuevo escenario para las mujeres como consumidoras y también, detrás de la cámara, como productoras y creadoras. Mientras el capitalismo toca el dedo de Dios y el porno se masifica, pioneras como Candida Royalle, Nan Kinney o Annie Sprinkle empezaban a ofrecer nuevas historias sobre sexo. Citando a Ms Naughty en Porno Feminista: las políticas de producir placer. Mi década decadente: diez años creando y debatiendo porno para mujeres:

Odiaba  la manera en la que se me ignoraba como espectadora […] Se concentraba en las prácticas sexuales que le gustaban al hombre, y no parecía importarle el proporcionar a la mujer una parte igualitaria del placer […] Los tíos a menudo no son atractivos e incluso parecen repulsivos y detestables. Había muy poco romanticismo, preliminares o cunnilingus, que eran las cosas que yo quería ver. […] La cámara nunca mostraba la cara del hombre durante el organismo, cosa que a mí me parecía una farsa. Las caras de los hombres son bellas en ese instante […] Quería cambiar eso. Quería hacer que el porno fuera mejor.

El cambio fue considerable: diversidad de contenidos, apreciación de una imagen más sensual e intimista frente al carácter mecánico del porno tradicional, inclusión de las identidades sexuales, introducción del romanticismo, creación de vídeos dirigidos a parejas heterosexuales…Sin duda esta nueva apuesta respondía a una clásica demanda femenina: la proximidad. La introducción del elemento político y de la narrativa emocional desplazaba la imagen de la mujer puta, humillada o engatusada que ofrecía la pornografía mainstream. Y siendo así, pese al escepticismo no solo ganaban las mujeres, también el mercado.

Sin embargo, abarcar una parcela propia no era óbice para incluir ideas más transgresoras en la pornografía mainstream. Éste es el caso de Hartley o de figuras posteriores como Belladonna y Joana Angel, quienes se mantuvieron entre el contenido tradicional y las fórmulas alternativas que apostaban por una pornografía que ahondara en el deseo femenino.

La tendencia continúa hasta hoy. Mia Engberg, Erika Lust, April Madison, entre otras, han logrado consolidar y conquistar este género.

Liberadas del autoritarismo moral, la implicación de la mujer en la pornografía se acompaña en la actualidad de una nueva reivindicación: hay que hacer porno ético. Nada ilustra mejor este imperativo que la mejora de condiciones laborales de quienes se dedican al género, la organización sindical y el reconocimiento de la pornografía como trabajo.

Por otro lado, el compromiso feminista no depende ni de las fantasías ni de los deseos sexuales. La mera sugerencia es bastante endeble si lo que se pretende es un efecto universal. Esta objeción contra la pornografía parece sustentarse en un posicionamiento estrictamente moral. No niego que las representaciones influyan en la categorización que hacemos del mundo, pero a su vez soy bastante escéptica como para defender que el impacto de la representación sea único y universal.

La fantasía del sujeto noes correlativa a la fantasía pornográfica. Ni siquiera hay una influencia uniforma entre la fantasía pornográfica y el comportamiento humano. Hace sentir culpable a las personas por sus deseos y fantasías porque no son políticamente correctos, lejos de mostrar una actitud abierta y comprensiva, se encauza en un estado de opinión que solo revela represión y control social.

Asimismo, la creencia de que la pornografía es propaganda antifeminista evidencia una paradoja: se reduce la representación de la sexualidad al rechazo de la igualdad de género. Creer que el sexo explícito es sinónimo de sexismo rezuma conservadurismo por los cuatro costados. Además, parece ser un golpe bajo contra aquellos que lo consumen y una mala estrategia política:¿de verdad alguien cree que los problemas de las mujeres se solucionarán cuando los hombres dejen de hacerse paja con material pornográfico?

¿Qué correlación lógica establece que la gente se sumaría más al feminismo si se aboliera el porno? ¿El porno ha impedido la consecución de derechos políticos y civiles como el sufragio femenino, e acceso a métodos anticonceptivos, la ampliación de la baja por maternidad o la tipificación como delito de la violencia sexual?

Por último, se da por sentado que la pornografía posee una motivación y responsabilidad sobre el número de violaciones. Sin embargo, contra las expectativas de quienes solo ven peligros en el porno, no existe un consenso generalizado sobre la relación causa- efecto entre pornografía y violencia sexual.

En 1986, cuando era solo un joven estudiante, el psicólogo Neil Malamuth realizó una prueba en un laboratorio para conocer el impacto del visionado de pornografía en las agresiones sexuales. Malamuth partía de una muestra de 42 varones, la cual acabó dividiendo en tres grupos. El primer grupo recibió una selección de contenido pornográfico explícito y violento, desde escenas sadomasoquistas hasta otras que emulaban una violación. Al segundo grupo se le facilitó pornografía soft, no violenta, Por su parte, el tercer grupo fue el grupo de control y no recibió ningún material pornográfico.

Una semana más tarde, sin saber que se trataba del mismo experimento, se emparejó a cada hombre con una mujer, advirtiéndoles que esas mujeres no se sentían atraídas sexualmente por ellos. Una vez organizada cada oveja con su pareja participaban en un juego de adivinanzas donde el hombre disponía de una regla especial: podía castigar a la mujer que respondiera de forma errónea.

El experimento de Malamuth concluía que aquellos hombres que eran agresivos y consumían pornografía violenta tenían más posibilidades de cometer una agresión sexual. Malamuth, que ha dedicado su carrera académica al estudio de la violencia sexual, ha sido testigo de cómo su estudio ha sido objeto de manipulación por las voces antipornografía y el amarillismo de los medios de comunicación.

Su experimento no concluye que el visionado de pornografía provoque agresiones sexuales, sino que existe una mayor probabilidad de que se cometa un acto de esas características cuando hay factores de riesgo previos, como tendencias antisociales en el individuo.

Malamuth huye de  generalizaciones y pone sobre la mesa la relevancia de las diferencias individuales en la conducta humana. Cree que la interpretación errónea que muchas personas hacen de su estudio, al presentar la pornografía y la agresión sexual como correlativas, es simplista. En este sentido se defiende recurriendo a una analogía con el alcohol.

Si bien el alcohol puede tener distintos efectos en las personas, debe aumentar la relajación hasta incrementar la probabilidad de que alguien tenga un comportamiento violento, ¿acaso sería riguroso afirmar que el alcohol causa o genera violencia? Esto es lo que el científico quiere que nos preguntemos, algo, sin duda, muy distinto a lo que sugieren las feministas antipornografía.

Otro estudio que merece un hueco en la discusión es Pornography, Rape and Sex Crimes in Japan de Milton Diamond y Ayako Uchiyama. Una de las conclusiones que lanza esta investigación es que las denuncias por violación en Japón disminuyeron a medida que la pornografía gozó de mayor disponibilidad.

Por si la evidencia científica no bastase, las estadísticas anuales de PornHub parecen desmentir el mito de que la pornografía que se busca es cada vez más violenta. Desde hace cinco años, este portal porno, considerado uno de los favoritos por los usuarios, ofrece datos sobre las preferencias pornográficas de cada región o cuál es el país que más porno consume.

En 2015, llama la atención como el término lesbian (lesbiana) es el más buscado. En España, país que ocupa el puesto número 13 en el ranking de países con mayor consumo de pornografía, el interés general parece fluctuar en otro sentido, entre hentai y maduras españolas. En 2016, lesbian vuelve a ser la búsqueda más recurrente.

 Encontramos un cambio de tendencia en 2017. El término más buscado en dicho portal no fue violación ni sexo anal sino porn for women (“porno para mujeres”).

Por su parte, el personaje más buscado fue Harley Quinn (sí, una supervillana de cómic). Riley Reid, Mia Khalifa, Lisa Ann,Kim Kardashian, Sunny Leone y Brandi Love fueron las actrices más buscadas. El mérito en la categoría masculina contenía los nombres de Jordi El Niño Polla, Mandingo y Johnny Sins.

Tampoco las estadísticas de búsqueda de uno de los portales sobre pornografía más relevantes informan sobre un supuesto interés desaforado o preocupante de los usuarios por contenidos de pornografía violenta. ¿En qué se basan entonces las feministas antiporno para justificar que este material causa daño y subordina a las mujeres? ¿Mero rechazo moral?

El pensamiento de las feministas antiporno apenas ha presentado variaciones en los últimos años. Salvar a la sociedad del porno implica aplicar los mismos métodos que ya idearon sus líderes en los setenta: persecución y censura por ley. Las sucesoras, deslustradas académicas y jóvenes de clase media blanca, parece que no solo heredan la doctrina sino la particular neurosis de sus pedestres cabecillas Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon.

Hay experiencias que no podemos permitirnos olvidar. La movilización que protagonizaron en EE.UU MacKinnon y Dworkin contra la pornografía en Mineápolis e Indianápolis  nos debe hacer reflexionar sobre la criminalización del material pornográfico, el precio de la censura y la política de la rabia. Su impúdica alianza con la derecha de R. Reagan trajo como resultado la vuelta del absolutismo moral y la decadencia de la libertad de expresión.  Comenta Ronald Dworkin en Pornografía, feminismo y libertad:

El proyecto definía la pornografía como “la subordinación sexual gráfica y explícita de las mujeres, ya sea en fotografía o en palabras…” y especificaba como materiales pornográficos que caían en esta definición, aquellos que presentan a las mujeres gozando del dolor o las humillaciones o la violación, o degradas o torturadas o sucias, lastimadas o sangrantes, o exhibiéndose en posturas de servilismo o sumisión o exhibición. No se hacían excepciones al valor artístico o literario, y los ponentes afirmaban que, aplicada literalmente, la ley condenaría al Ulises de James Joyce, a Las memorias de una mujer de placer de John Cleland, varias obras de D.H. Lawrence, e incluso a Leda y el cisne de Yeats.

Dicho suavemente, la empresa de Dworkin-MacKinnon pretendió que la libertad de expresión y un supuesto principio de igualdad de género, basado en el proteccionismo hacia las mujeres, se batieran en duelo. En cualquier caso y más allá de los confusos, exagerados e inconsecuentes argumentos de las feministas antiporno, ganó la Primera Enmienda.

Una de las contradicciones más populares que sigue socavando la solidez discursiva del feminismo antiporno tiene como protagonista el porno gay. Semejante silencio pone sobre la mesa los prejuicios de las fanáticas. La mera representación del sexo homosexual cuestiona la percepción de que la pornografía degrada y subyuga a las mujeres al tratarse de un artefacto del patriarcado. Aunque Paglia peque de esencialista, muchas de sus sugerencias no dejan de ser a su vez un desafío y una burla a quienes sostienen afirmaciones (o silencios) estúpidos sobre la pornografía:

Al contrario que los analfabetos artísticos que son los fanáticos antiporno, los hombres gays  se regocijan con cada ángulo del cuerpo sexual, no importa lo contorsionado que esté. Un chico guapo y delgado con botas de cowboy estirando las nalgas para ofrecer un vistazo en primer plano de su ano sonrosado es uno de los hitos recurrentes de las revistas gay. En ese mundo todos saben que esta espléndida criatura es un vencedor, no un esclavo.

Otras feministas antiporno, quizá siendo conscientes de que la industria del porno ofrece una gran cantidad de contenidos gay, del desinterés de las democracias liberales de prohibir el porno o de cómo se las ingenian los chicos para conseguir pornografía pese a la censura, muestran hoy una postura más moderada. El argumento estrella ahora es que el porno debe educar. El postulado, bastante reciente, no es ajeno a las dinámicas sociales que plantean las nuevas generaciones.

Antes, la mayoría de los jóvenes tenían relaciones sexuales sin haber visto una escena de porno y, en cambio, ahora la tendencia es justo a la inversa: se accede al porno antes de disfrutar de la primera relación sexual. Con ello no digo que siempre se haga de forma consciente e interesada, pero sí quiero apuntar la facilidad con la que se accede a este tipo de contenidos: basta con ser miembro de un grupo de WhatsApp para recibir una serie de contenidos pornográficos que no has demandado ni pretendido conocer.

No dudo de que el porno se haya convertido prácticamente en el único material de educación sexual que según una élite son políticamente correctas? ¿Presentar como deseable el sexo entre dos y como rarito aquel donde un tipo se excita lamiendo los pies de otro chico? ¿Quién determina qué tipo de sexo es o no educativo? ¿Bajo qué criterio moral? ¿El sexo homosexual es educativo según las familias progres y una aberración para las filas y filias de VOX?

Recobremos el juicio. ¿De verdad creemos que la educación es competencia de la pornografía? El porno, como las películas de acción o de terror, responde a un objetivo muy concreto: el entretenimiento. Este análisis nos debe hacer pensar sobre la educación, por supuesto, pero en otra dirección: ¿acaso hemos olvidado que la LOMCE desmanteló toda enseñanza sobre educación sexual?

No es solo que la educación sexual llegue mal y tarde a muchos jóvenes, las políticas públicas no defienden ni plantean la obligatoriedad para desarrollar este tipo de contenidos y, por ende, el desarrollo de un pensamiento crítico que ayude a los jóvenes a discernir entre representación y realidad, entre deseo y fantasía.

Es injusto culpar a los jóvenes de la dejadez de los adultos. Habría que poner el foco en la desgana política que existe cuando se trata de desarrollar de forma comprometida y profesional un modelo de educación sexual continuado, integral y adaptado al desarrollo físico, psíquico y emocional de los chicos y las chicas.

La crítica moderada de las feministas antisexo apenas supone una transformación en términos de discusión dado que continúa defendiendo que la pornografía es la verdad del sexo.

Aun cuando no hay estudios concluyentes sobre el impacto de la pornografía en jóvenes, las feministas antisexo sugieren que existe una relación directa entre pornografía y comportamiento. Sin embargo, esta torpe evocación del modelo conductivista pasa por alto la distinción entre lo real y los simbólico. Según Jessica Benjamin:

La violencia real no puede limitarse a la relación especular con la excitación sexual ni ser contenida por ella; excede la representación. La pornografía, con algunas excepciones, nos limita a la imagen, la escenificación, la hazaña simulada […] . Clausura un espacio entre el símbolo y el objeto, y hace que el objeto representado parezca ser “la cosa” que provoca excitación, pero la cosa es precisamente no real.

Posiblemente, la pornografía no esté exenta de realismo, pero creer que es tan poderosa como para determinar la personalidad, el carácter y el comportamiento de la humanidad implica asumir que el ser humano es un mero títere de los discursos culturales, incapaz de discernir el bien del mal, el dolor del placer, el consentimiento de la violencia sexual y, en definitiva, el espectáculo de la realidad.

4. Conclusiones de una pornófila adulta frente al maniqueísmo de las feministas antiporno.

Me resulta difícil resumir mi pensamiento sobre la pornografía. Me encuentro más cómoda lidiando contra los argumentos de otras porque me ayudan, en cierto modo, a sujetar mis propias convicciones. Pese a ello, considerándome responsable de mi goce, voy a proporcionar una breve aproximación:

1.No creo que todo valga cuando se trata de pornografía. Aborrezco tanto la pornografía infantil como lo que se conoce como porno venganza (novios o exnovios que publican en internet vídeos o imágenes de carácter erótico sin el consentimiento de sus parejas o antiguas parejas). Como no ignoro las relaciones de poder en el sexo ni creo que en él estén depositados todos los males que sufren las mujeres, admito que no me seduce ni una visión amoral del mismo ni tampoco una justificación puritana.

2. La animadversión moral por la pornografía no debería ser jamás el motor para crear ninguna ley que persiga estos contenidos. En un plano intelectual ni siquiera la explicación atisba un ápice de audacia. Quizá ha llegado el momento de que el feminismo prosex conceda a las feministas antipornografía un nuevo lugar en el debate: la libertad de sentirse personalmente ofendidas por la pornografía.

3.La pornografía parece ser un objetivo fácil, pero la dirección no es la correcta para acabar con la desigualdad y la violencia contra las mujeres. La evidencia científica no muestra de forma unánime ni rotunda que la pornografía provoque más violaciones.

4. Considero francamente irrisorio el estilo apocalíptico que el feminismo antisex imprime sobre la pornografía. En pocas palabras, defender que las mujeres que participan libremente en una producción pornográfica son violadas sin saberlo constituye una absoluta infantilización de éstas. El porno es una oportunidad para algunas personas, puede ser una actividad laboral satisfactoria.

5. La apuesta por la heterogeneidad del contenido pornográfico que caracteriza al porno feminista asume, del mismo modo que sus enemigas en las Sex Wars, un modo politizado sobre el deseo. La pornografía, como producto de entretenimiento, responde a una preferencia individual, Por tanto, confiar en la domesticación del deseo mediante la exposición de ciertos contenidos pornográficos que puedan considerarse políticamente correctos, lejos de prever una visión libertaria de la sexualidad, prescribe una secularización del comportamiento sexual. Al defender que todo es político, ¿se expresa que para las defensoras del porno feminista hasta el deseo debe supeditarse a una ideología?

6. Como feministas debemos exigir que, sean cuales sean nuestras fantasías sexuales, nadie debería utilizarlas para hacernos perder nuestra reputación. No podemos descartar a las mujeres del movimiento feminista por el hecho de que en lugar de Erika Lust prefieran a Mario Salieri, el porno de MyLittlePony o una escena de XVideos que responsa al nombre de “Rubia madura tetona se folla a su jefe”. Nuestras historias personales son complejas y nuestros deseos sexuales son únicos, una parte muy íntima de nosotras. Después de tantos años de lucha, el movimiento feminista no debería caer en juicios de valor sobre la sexualidad de las mujeres, exigiéndoles decoro y virtud; o acusándolas de que sus fantasías están supuestamente al servicio del patriarcado o la dominación masculina.

7. Quizá no podemos elegir nuestras fantasías y deseos, pero sí tenemos el poder y la responsabilidad de decidir qué queremos hacer con ellos. Empecemos por conocerlos para establecer de qué manera deseamos personalmente disfrutarlos. Por suerte, podemos explorar nuestras fantasías y deseos sin sentirnos obligadas a materializarlos. El sexo no solo está ene l cuerpo sino que también forma parte de nuestra imaginación.

(Loola Pérez. Maldita feminista. Hacia un nuevo paradigma sobre la igualdad de sexos. Editorial Seix Barral. Barcelona. 2020)