Todos sabemos o podemos saber que los bancos disponen de nuestras cuentas para financiar la industria armamentística. Actualmente existen en España 146 empresas dedicadas al sector. En 2004 nuestro país exportó armas por valor de 406 millones de euros; en 2016 la cifra era de 4051 millones. Lo que no sabemos, claro está, es qué bala o qué mina antipersonas explotará gracias a nuestros ahorros ni cuál será la víctima, pero sí podemos saber en qué regiones tendrá lugar. Tuvo lugar en Irak, por ejemplo (dudo que hayamos olvidado aquella famosa foto del entonces presidente del Gobierno de España en Las Azores, el 15 de marzo de 2003), y tiene lugar en Siria. Y lo más probable es que las víctimas sean civiles, ya que España vende gran parte de su arsenal a Arabia Saudí que, con el beneplácito de Estados Unidos, surte de armamento al ISIS. Si no hubiésemos estado tan distraídos con ciertas cuestiones internas convenientemente fomentadas para desviar la atención de las anunciadas imputaciones por corrupción del partido en el poder, hubiésemos podido saber también que, en el puerto de Bilbao, un buque con un nuevo cargamento de explosivos se disponía a salir con destino a Arabia Saudí. Pero esto es tan solo un dato más. Porque también hemos sabido o pudimos saber que el delta del Níger perece bajo el petróleo de las empresas europeas y que al gobernante títere del Níger se le paga en barriles que se desvían a Ámsterdam y cuyo beneficio va a parar a sus cuentas en Suiza. Que costas de África como las de Ghana están arruinadas y envenenadas debido a la basura tóxica de empresas como Apple. Que la cría industrial de langostinos, ésos que no pueden faltarnos en época navideña. Devasta las costas de Bengala, Orissa, Tamil Nadu, Goa y Maharastra, deseca los pozos de agua potable y termina desplazando a las poblaciones costeras. Que los alimentos siguen siempre en sentido inverso la ruta que desde nuestros puertos lleva a las costas africanas nuestra basura y que los alimentos básicos son ahora el “oro verde” con el que especula el capital financiero globalizado. Que, como consecuencia, de las políticas del Fondo Monetario Internacional en esos territorios, tan sólo en el año 2007 treinta y seis millones de personas murieron como consecuencia de la desnutrición, nueve millones sucumbieron a enfermedades erradicadas hace tiempo en nuestros países, siete millones por beber agua contaminada, pero nos han programado para que pensemos que las hambrunas son debidas a catástrofes naturales o, incluso, a la ineptitud de las naciones pobres para autogestionarse. Que entre 1996 y 2006 han perecido siete millones de personas en los territorios congoleños porque el codiciado coltán (columbio- tantalio), del que el Congo almacena el 80% de las reservas, es indispensable para la fabricación de los teléfonos celulares y otros ingenios de alta tecnología (el polvo de coltán sale del país vía Ruanda y se vende a Nokia, Motorola, Compag, Sony Ericsson y otros fabricantes) que terminan en nuestras manos. Y un largo etcétera que culmina con la especulación de los alimentos básicos responsable de las hambrunas. Sabemos o podríamos saber tantas cosas… si tan sólo nos sintiésemos mínimamente concernidos.

Y deberíamos, pues siendo así que la violencia global es una violación de territorios sin territorio, de hecho nos concierne. No hay fronteras en este juego; los límites son otros o no los hay. La violencia global no es una guerra sino un juego sucio en el que a un lado del tablero están los que dictan las reglas y al otro los peones. Gobiernos corruptos con gobernantes títeres, acuerdos pactados entre las élites, sociedades anónimas sin cabezas visibles, desplazamientos de poblaciones, chantajes, sustracciones, expropiaciones indebidas, matanzas…El universo del mercado global ya no es “El castillo” de Kafka, sino una empresa muy bien organizada y las consecuencias, para millones de seres, no son kafkianas ni son virtuales, son simplemente reales. Una realidad que se imprime en la carne, con dolor, con agotamiento. Y en todo ello estamos implicados, lo queramos o no. Nuestras naciones, nuestros gobiernos lo están, nuestra economía lo está: Quizás los teléfonos móviles deberían traer pegatinas que dijeran: ¡Advertencia!: este artificio se creó con materiales crudos de África Central, minerales raros, no renovables, vendidos para consolidar una guerra sangrienta de ocupación que, además, ha causado la eliminación virtual de especies expuestas al peligro. Que tenga un buen día”

Pero todo esto son obviedades, ciertamente, y ustedes me dirán, no sin razón, que lo que hemos de hacer los que nos dedicamos a la filosofía no es tanto pensar en ello como pensar a partir de ello. Sin embargo creo que, aun sabiéndolo, corremos el riesgo de perderlo de vista. No me parece ni lógica ni éticamente correcto pensar una crisis financiera sin pensar los engranajes de la sociedad de consumo, pensar la indignación local y sus causas inmediatas sin pensar las razones globales de la misma.

Así que vuelvo a la pregunta: ¿Qué hace falta para que nos sintamos concernidos? ¿Qué hace falta para evitar la indiferencia? ¿Qué hace falta para que nos importe que lo que hacemos aquí tiene sus repercusiones en el Otro Lado? Crecemos, nos alimentamos, “progresamos” sobre montones de cadáveres, sobre la miseria y el sufrimiento de pueblos enteros, humanos y no humanos, que nos son ajenos. Y no nos indignamos por ello. No salimos a la calle para protestar porque nuestras empresas desplazan a las poblaciones que se resisten a la implantación de sus fábricas y les roban el suelo, ni porque torturen son tregua a millones de animales en granjas y mataderos. Sé que estas cosas producen malestar. No nos gusta que nos hagan sentir culpables. “Yo no he sido…”, “¿Qué puedo hacer yo?” o también “Ahora no es el momento, con la que nos está cayendo…”. Pero ¿no deberemos, antes bien, preguntarnos qué es lo que se está cayendo y por qué? Los asuntos inmediatos no pueden hacernos perder de vista los demás, porque los “demás” son el contexto de los inmediatos y si no le ponemos remedio al contexto, lo que hagamos con lo inmediato servirá de poco. Dicho de otro modo, nada es independiente. Sólo una visión global y una indignación global podrán ponerle freno a la violencia global, al desastre que acarrea, mitigar la náusea global que nos produce y promover acciones locales que reviertan, si no en un bienestar, en un mejor estado global.

Puede que el desinterés se deba, como alguien escribía, a que la complejidad de las relaciones en el mundo globalizado haya producido una ruptura de la relación entre nuestros actos y sus consecuencias, que nuestra imaginación no esté a la altura de nuestros actos de manera que seamos “incapaces de imaginarnos sus consecuencias y, por tanto, de responsabilizarnos moralmente de los mismos”, como decía Eduardo Romero. Tal vez sea eso. Cuando aumenta demasiado la complejidad, como el poliedro de diez mil lados de Descartes, las cosas dejan de poder imaginarse. O, dicho más sencillamente, que está generalizada desensibilización se deba a la dificultad que tenemos, en la sociedad global, para establecer la relación entre nuestra economía- de la que deriva la serie de gestos que nos resultan cotidianos y que, entre todos, constituyen nuestro modo de vida- y los horrores que otros seres soportan en Otra Parte. Esta patología es la que hace que alguien, sin demasiada preocupación por que le quiten el agua potable, el sustento y la salud, se permita proclamar, como lo hiciera, mezclando peras con manzanas, un conocido novelista de este país (Javier Marías), que quienes se preocupan por “los perseguidos disidentes chinos, los apaleados monjes birmanos y los niños desnutridos que pueblan África” son “seres con una empatía desmedida, hipertrofiada”. No señor, las de África no son postales exóticas, aquellos pueblos que están al otro lado del Estrecho padecen porque nuestras empresas, con la ayuda de instituciones como el FMI, manejan a los gobiernos de estos países para beneficiarse de privilegios que jamás obtendrían en los suyos y que van en detrimento de una población cuya terrible desaparición no les importa lo más mínimo. Y lo que es más: los “negritos”- como alguien bien situado en la Academia aún se permitió llamarles en respuesta a mis argumentos- también seremos nosotros cuando nos llegue el turno.

Es tiempo de despertar. Hoy, la indignación no puede limitarse a defender intereses particulares. Porque sí: para todos, se trata de sobrevivir, sólo que unos siguen/seguimos viviendo sobre otros que apenas sobreviven.

( Chantal Maillard. ¿Es posible un mundo sin violencia? Vaso Roto  Ediciones. Madrid. 2018)